Desde que descubriste el género has leído todo lo que ha caído en tus manos, y has visto todas las películas, desde las cutrísimas ―aunque no todas― producidas en los años cincuenta y sesenta, de bajísimos presupuestos y casi siempre hermanadas con el género de terror, hasta la deslumbrante Avatar pasando por todas las sagas, series y adaptaciones de novelas famosas, y ahora crees que ha llegado tu hora, el momento de dar salida a esa historia que tienes en la cabeza que hará que tus lectores alucinen en colores.

Pero escribir no es fácil, puedes estar seguro. Los días del escritor son un rosario de cuentas negras y grises.
De vez en cuando, esos días producen una cuenta de un color un poco más claro, pero para que brille con luz propia hay que dedicarle muchísimo tiempo y esfuerzo, puliéndola y mimándola hasta conseguir que destaque, unas micras tan solo, sobre ingente cantidad de escritos que ha producido la humanidad, que, seguro, darían para empapelar toda La Tierra, y ya puestos, hasta el planeta Júpiter con todos sus satélites.
Para dar tus primeros pasos, o para hacerlos más firmes si ya estás escribiendo, necesitas una cosa importantísima: estructurar la información.
En tu cabeza albergas unos cuantos quintillones de bits que has ido recopilando de las historias que has visto y leído, pero están todos mezclados casi al tuntún, porque nuestra mente funciona algo así como cuando haces un consomé: pones todos los ingredientes en una olla y los cueces hasta que sueltan sus jugos. Este caldo es el equivalente al concentrado de recuerdos que se crea en tu mente como resultado de todas las lecturas y películas que han desfilado ante tus ojos.
Recuperar al detalle los registros de nuestra memoria es casi imposible porque, a falta de espacio o un buen buscador ―a ver cuándo inventan un Google para la mente humana―, nuestro cerebro los amalgama en un destilado de recuerdos de difícil acceso individual.
Podemos recordar los principales pasajes de un libro que nos ha gustado, o las escenas más significativas de una película y, si me apuras, la mayoría de sus diálogos, pero eso solo nos proporcionaría una parte insignificante del monumental background que se necesita para escribir ―escribir bien, se entiende― y deslumbrar con nuestras historias, y por eso son tan importantes todos los apoyos que podamos conseguir, sea en forma de recursos o consejos sobre cómo orientar nuestros pasos.
Aprender de los demás:
Cuando estamos ante la obra de un artista plástico, solemos fijarnos en su superficie y nunca la arañamos para comprobar los retos y las dificultades que el autor ha tenido que superar para su realización. Y hay muchos otros ejemplos: el deslumbrante edificio de un arquitecto famoso puede sorprendernos gracias a su derroche de imaginación, pero será muy difícil que lleguemos a valorar la cantidad de tiempo que ha invertido calculando sus estructuras, o los pesos y las resistencias de los materiales. Todo ello está oculto en el interior, dentro de su armazón, repartiendo tensiones o soportando voladizos imposibles.

En cambio, la obra de un escritor está desnuda y a la vista de todo el mundo. Podemos averiguar, leyendo sus páginas, los recursos que ha empleado para decirnos que una de las protagonistas es una casquivana de cuidado, o que el supuesto héroe se queda en nada cuando le quitas el blaster, porque no tiene forma de ocultar sus trucos dialécticos, las palabras que emplea para ello, su forma de describir a los personajes o estructurar sus frases.
Y ahí tenemos nuestro principal recurso, casi gratuito y totalmente accesible: busca la novela de ciencia ficción que más te ha gustado ―de un autor de tu misma lengua, porque si no puede que acabes utilizando los recursos y las maneras de un traductor―, y date un tiempo para descubrir cómo describe a los personajes: si hace meros apuntes y deja que la imaginación del lector rellene el resto, o consigue proyectarlos en tu mente como si te hubieras descargado en ella una fotografía, cómo narra un acontecimiento relevante o qué palabras emplea para transmitir una emoción.
Y esta es la manera en la que podrás aprovechar el jugo concentrado de los recuerdos de tus lecturas anteriores, porque las técnicas que emplee tu autor favorito son variantes de las que han empleado muchos otros antes que él, de los que ha aprendido lo que sabe y, quizá, conseguido mejorar en algunos de sus aspectos.
Nuestro destilado de memoria se enriquecerá con los detalles que descubramos y nuestra mente los relacionará con ejemplos similares que flotan, como grumos, en la sopa de nuestros recuerdos.
Newton escribió en una de sus cartas que él veía más lejos que los demás porque estaba sentado sobre hombros de gigantes. Nosotros no deberíamos ser menos que él, y más cuando tenemos a nuestra disposición los libros de miles de genios que nos ofrecen generosamente sus técnicas y recursos al desnudo.

Buscar nuevas perspectivas:
No hay nada nuevo bajo el sol… Seguro que has oído esta frase más de una vez, aunque no sepas quien la dijo (se atribuye al rey Salomón y está recogida en el Eclesiastés, y si ya la decían en un tiempo en el que todo lo escrito hasta entonces entraría en un pendrive de los baratos y sobraría sitio, imagínate lo actualizada que está en nuestra época.
¿Eso quiere decir que ya no quedan temas sobre lo que escribir que no se le hayan ocurrido antes a nadie?… Seguro que no, pero encontrarlos es tan difícil que es posible que no nos interese perder tiempo intentándolo.
Un ejemplo práctico: queremos escribir una novela sobre el viaje en el tiempo y buscamos una forma de que nuestro protagonista viaje al pasado. El método de utilizar una máquina del tiempo tiene un largo recorrido, desde Wells, a finales del siglo dieciocho, hasta el condensador de Fluzo, pasando por un sinfín de variantes, por lo que el tema parece tan saturado que encontrar un resquicio para imaginar una máquina lo suficientemente original como para que se considere algo nuevo parece imposible. Y no digamos sobre los otros métodos: brebajes, desplazamientos cuánticos, hipnosis, un tipo que duerme la siesta y se despierta en la edad media, así, sin más, Supermán dando vueltas a la órbita terrestre en sentido contrario…
¿Qué hacer entonces para que nuestro relato parezca más de lo mismo?, pues lo dicho: encontrar una perspectiva novedosa.
Aquí me atrevo a poner un ejemplo personal para ilustrar el proceso creativo de encontrar una nueva perspectiva.
Llevaba un tiempo desarrollando un relato que tenía como escenario una megaciudad (que al final se convirtió en una novela: Terápolis), influido por las pinceladas sobre la ciudad de Coruscant que podemos ver en las películas de la serie Star Wars, y tenía que diseñar una diferente a todas las descritas por la literatura en la actualidad para que resultara original y ocupara un hueco diferenciado entre ellas.
Coruscant es una ecumenópolis, una ciudad que cubre toda la superficie de un planeta. Hay más ejemplos, como Trantor, en la Saga Fundación, de Asimov, o las que cubren nuestro planeta, en la serie de Chung Kuo, pero todas ellas tienen una característica común: su desarrollo caótico y no planificado a partir de núcleos urbanos que se expandieron hasta fundirse en una megaurbe.
Y ahí desarrollé una diferencia: mi ciudad global estaría planificada al completo desde el principio. Describí una sociedad dominada por una secta que tenía una idea fija: el hombre era la creación suprema del universo y dueño de todos sus recursos, y tenía la obligación de expandirse por él y dominarlo (esta idea nos parece disparatada pero es la base oculta de algunas corrientes filosóficas que tuvieron mucho éxito en el pasado, y de las cuales aún quedan rescoldos), y qué mejor manera de hacerlo que multiplicarse hasta el infinito y muchísimo más allá.
Pero, para imaginarse una ecumenópolis construida a partir de un proyecto, tenemos que desarrollar otras muchas soluciones: cómo se producen alimentos para los miles de millones de almas que la habitan y como se distribuyen, de donde obtienen la energía y cómo se evacúan y tratan los residuos; cómo viven sus ciudadanos, cómo se desplazan, donde trabajan y cómo se organizan socialmente.
Y más difícil todavía: ¿cómo se las arreglaron para construir semejante engendro? ¿De dónde sacaron los materiales? Cómo consiguieron detener la deriva continental? ¿Y los volcanes? ¿Y los ríos?
Necesitamos dar respuestas a todas estas preguntas, algo que no es fácil y puede llevarnos muchas horas que podríamos emplear mejor escribiendo nuestra historia, pero construir un escenario factible y creíble es una de las facetas más importantes a la hora de dar credibilidad a cualquier relato que pueda integrarse en el género que nos apasiona.
