La verdad es que aquello me marcó, a pesar de que tengo que vérmelas a diario con todo tipo de extraterrestres.
Sucedió en la cafetería, un lugar donde no es habitual encontrarse a un xintiano porque no soportan el olor de nuestros licores. Su sangre contiene un veinticinco por ciento de isopropanol, así que nos miran con tanto desagrado cuando consumimos bebidas alcohólicas como nosotros lo haríamos si viéramos a unos vampiros deleitándose con un cóctel de sangre.
Aquel xintiano se acercó a nuestra mesa y se quedó mirándome.
Y no vayan a creer que soy una persona impresionable. Nací en Porto Novo, y durante mi infancia tuve más compañeros de juegos extraterrestres que humanos. Estoy acostumbrada a tratar con todas las especies y tolero bien sus extravagancias (excepto a los mocalinos, que a esos sí que los tengo cruzados por su forma de llamar la atención, agitando sus plumeros) gracias a que mi primer empleo fue el de auxiliar de vuelo en una de las lanzaderas que conectan la estación con el puerto del espacio profundo, y durante los seis minutos que duraba el trayecto tenía que arreglármelas yo solita para que los copix no se liaran a golpes con los murlones, que los humanos no echaran en cara a los irascibles vinti su mal olor, o que a los niños wizin no se les ocurriera arrancar ninguna cerda de las crines de los coquianos, a pesar de su parecido con las golosinas que suelen darles sus padres cuando se portan bien.
El caso que el xintiano se quedó mirándome con esos ojos azules que parecen aguamarinas engastadas en cuero viejo, y no supe que hacer.
Los xintianos se parecen unos a otros tanto que era imposible saber si aquél era un cliente habitual, o alguien que se había perdido buscando el servicio para especies sin apéndices excretores.
―¡Oye! ―dijo Marta en un susurro. Marta es mi amiga del alma de los martes y los jueves, los días en los que libra de la ruleta―. ¡Ese escamoso se ha prendado de ti!… ¡Aprovecha, tía, que dicen que los xintianos tienen pasta a porrón!
Ya había oído aquello en muchas ocasiones, pero sabía que solo era un bulo motivado porque el núcleo de su planeta natal tiene un alto contenido en oro…, que está allí, abajo, tan profundo y lejos de su alcance como si estuviera al otro lado del universo.
―¿Qué crees que querrá? ―dije, sin perderlo de vista.
―Se habrá enamorado de tus ojos ―contestó la pérfida. Marta siempre ha envidiado mi heterocromía. El tener un ojo de cada color te hace lo suficientemente llamativa como para que los clientes se acuerden de tu mesa cuando regresan a jugar después de haber conseguido más créditos.
―Usted es la croupier de la mesa doce ―dijo la horrible voz de un vocalizador. Los xintianos hablan tan atropelladamente que es imposible entenderlos aunque aprendan la lengua común, así que utilizan unos vocalizadores tan horrísonos que parece que los ha diseñado una especie sin oídos.
―Sí, señor, pero ahora estoy en mi hora de descanso ―le contesté.
―Lo sé, señorita, solo quería verla de nuevo antes de regresar a Xint.
Marta puso los ojos en blanco y lanzó una de esas risotadas que parecen un relincho de murlón.
―¡Huyyy! ―dijo la mala pécora―. Mejor os dejo solos.
―¡Quieta ahí!… ¿Y para qué quería verme, señor?
―Para grabarla en mi mente, con su permiso. Creo que usted es la criatura más hermosa de todo el universo y quiero conservar su imagen para evocarla en los momentos finales de mi hoobat.
Marta me miró, indecisa, sin saber si debía soltar otro de aquellos relinchos o abrir los ojos como platos.
―Tiene mi permiso, señor.
El xintiano giró levemente la cabeza mientras me grababa y después se despidió con una reverencia.
Sé que, en su interior, Marta oculta un corazoncito sensible bajo varias capas de extroversión, así que me ahorré estropearle el día explicándole que el hoobat es una práctica xintiana que acaba con el suicidio ritual del individuo.
Nunca llegué a saber si aquel xintiano que evocó mi imagen en su último momento inició su hoobat debido a su avanzada edad o por la pérdida de sus seres queridos, otra de las causas más habituales que los incitan a hacerlo, pero cada vez que un xintiano se acerca a mi mesa recuerdo aquel episodio y siempre me pregunto si el cliente que tengo ante mí está disfrutando de sus últimos meses de vida o, simplemente, está de vacaciones.