La división más simple de una obra literaria sería: introducción, nudo y desenlace.
Hay que reconocerlo, vivimos una época en la que hay exceso de oferta de material escrito, por lo que la importancia del final, o desenlace, ha migrado hacia el comienzo de los textos, porque es frecuente que el lector decida en las primeras líneas si el resto puede interesarle o no.

Y no digamos en los concursos literarios… Los jurados se ven obligados a enfrentarse a decenas o centenares de escritos en un periodo corto de tiempo y, lo más habitual cuando se trata de obras de formato medio o largo, es que efectúen un cribado rápido leyendo, como mucho, un par de páginas.
Si el escrito les parece prometedor y no encuentran en su texto faltas de ortografía o errores de sintaxis graves, continúan leyendo, lo que otorga una oportunidad a la obra y comienzan a cobrar importancia en ella el nudo y el desenlace.
Por ello debemos otorgar a los comienzos la importancia que merecen y dedicarles la atención necesaria para hacerlos interesantes. El lector debe verse cautivado con lo que lee y desear seguir haciéndolo, por lo que el nudo y el desenlace no deben desentonar. La idea es comenzar nuestras obras con un terremoto, seguir con una erupción volcánica y acabar con una explosión nuclear.
¿Todos los comienzos deben ser explosivos?
No, podemos modularlos. No es lo mismo el comienzo de un relato corto para un concurso que el de una novela larga.
En los libros impresos podemos contar con que el hecho de que lector ha realizado un desembolso (o que ha recibido la obra como un regalo o préstamo), lo que le generará una cierta obligación y le dará una oportunidad al autor. En ese caso, el comienzo, sin llegar a ser pesado, puede ser más descriptivo y menos emocional, aunque, por supuesto, hay que evitar como la peste la sobrecarga y las frases o palabras rimbombantes.
En cambio, en una novela corta destinada a un concurso deberíamos hacer converger toda nuestra artillería en las primeras frases, que tienen que ser simples, directas y cargadas de contenido.
Ejemplos:
“El gato zen” es la novela corta que me proporcionó el último premio literario hasta la fecha. Se trata de un relato ligero que describe las hazañas de un felino inteligente que vive en libertad en una reserva, en su lucha contra el cazador que quiere darle muerte.
Tenía que poner al felino en contexto y describir su personalidad en tan solo unas líneas para interesar al lector, por lo que elegí una breve descripción de como comenzaba un día para él.
El relato tuvo éxito y en la gala de entrega de premios, un miembro del jurado me comentó que se sintió cautivado por la introducción y tuvo el presentimiento de que aquel relato iba a figurar entre los finalistas nada más comenzar a leerlo. Comenzaba así:
Cola Rota despertó.
Antes de incorporarse, el celote se concentró en su interior, obedeciendo a una costumbre convertida ya en disciplina.
Durante los dos últimos días se había alimentado de un moteadogris, una de sus piezas favoritas, y aún notaba en la boca el sabor dulce de su carne.
No tenía hambre. Hoy, las manadas que acostumbraban a abrevar antes de despuntar el día, podrían hacerlo con tranquilidad.
Aún somnoliento, el celote se estiró y caminó los apenas diez pasos que lo separaban de la entrada de la cueva.
Tras otro estiramiento, esta vez acompañado de un suave gañido, Cola Rota se tumbó sobre la fría piedra adoptando su postura favorita: las patas delanteras cruzadas y la barbilla sobre ellas. Abajo, en el valle, el bullicio de las aves diurnas aumentaba por momentos.
Pronto la Gran Luz asomaría por el horizonte. Antes del mediodía, su calor le obligaría a adentrarse en el bosque, pero, por ahora, Cola Rota disfrutaba de las vistas mientras el inminente amanecer teñía de rojo las bases de las nubes que se movían perezosas sobre la sabana.
El valle proyectaba su frescor hacia el cielo compitiendo con el calor residual de los pastos tras la noche veraniega. Todo lo que alcanzaba a ver desde aquella posición contribuía a amentar la armonía.
Un pajarillo apareció, de repente.
Desde hacía unos días, el celote esparcía semillas en la entrada de la cueva para atraerlo. El minúsculo animal picoteó el alimento y, después, sorpresivamente, saltó y se posó sobre su garra izquierda, espulgando sus plumas y acicalándose las alas.
Cola Rota se estremeció de placer. El contraste entre la fragilidad de aquella avecilla y la contundencia y pesadez de su acerada garra era indescriptible…
En “Las tribus de la noche”, el relato que me proporcionó el mayor galardón que he recibido en mi carrera de escritor (primer premio del Certamen Alberto Magno de Ciencia Ficción 2002, incluido en el libro “Recuerdos de la Vieja Tierra”), después de una introducción que ponía al tanto al lector del escenario donde se desarrollaba la acción, opté por una escena corta que en muy pocos párrafos reflejaba las penurias que se veían obligados a afrontar los habitantes de aquel planeta de giro lento: el sol que lo iluminaba emitía radiaciones mortales y la flora y la fauna se había adaptado a vivir en la zona nocturna. Los humanos, náufragos de una expedición científica, llevaban una vida nómada en una permanente huida del amanecer.
La sombra de Carlos se alargaba hasta diez metros frente a él, proyectándose sobre el sendero.
Por quinta vez en aquella interminable jornada, Carlos se volvió hacia la aurora y calculó el tiempo que faltaba para que el sol apareciese sobre el horizonte.
Cada día se retrasaba más. La última semana el dolor había ido en aumento y los periodos de descanso apenas le bastaban para recuperar fuerzas. El abandono de su pantalla le había proporcionado un alivio momentáneo, facilitándole el caminar, pero los rodeos que tenía que dar cada vez que se encontraba con un macizo potencialmente peligroso le retrasaba casi tanto como el tiempo ganado al abandonar el instrumento.
Las señales indicaban que aún tendría que caminar tres kilómetros para llegar a la hondonada en la que la tribu se detendría, por lo que, si no se apresuraba, no llegaría a tiempo de alcanzarlos antes de que partiesen y se quedaría sin comer.
Hacia el suroeste, un brillo llamó su atención. Había visto algo así como una estela luminosa que pronto desapareció. Comenzó a pensar que la fatiga y el dolor le causaban alucinaciones, pero un sonido, como el retumbar de un trueno lejano, le confirmó que algo extraño había sucedido.
«No tienes tiempo para enigmas» —se dijo a sí mismo—. «Si no alcanzas a la tribu, el amanecer te alcanzará a ti».
Redobló sus esfuerzos y aceleró el paso a pesar de que casi tenía que arrastrar su pierna tullida. Un melocotonero, que milagrosamente aún no había cerrado todos sus capullos, le permitió saciar su sed con un fruto. Las huellas indicaban que la tribu había pasado por allí hacía apenas una hora, por lo que Carlos tuvo la certeza de que habían dejado el melocotón en la planta pensando en él, contraviniendo una ley fundamental.
La energía del alimento y el apoyo moral que significaba aquel acto le proporcionaron las fuerzas necesarias para mantener la marcha y pronto divisó la colina tras la cual la tribu estaría descansando. Su encuentro con el sol se retrasaría, al menos, una jornada más.
En el próximo post desarrollaré las técnicas que he empleado en estos dos ejemplos, enumerándolas y razonándolas.
Debemos dar toda la importancia que tienen a los comienzos de nuestros relatos, porque ellos son la presentación y la puerta de entrada a nuestras obras.
Muy buena la orientacion, excelente documento. Muchas gracias.
Tienes razón, a veces tienes que empezar con una escena que enganche aunque no fuera tu primer elección cuando te planteaste la novela.
Coincido por completo con tu punto de vista. He tenido la oportunidad de ser jurado en varios concursos, y si el primer párrafo (casi la primera oración) no me atrapa, a la papelera. Otro colegas más pacientes leen todo el material antes de formarse una opinión, pero con mi método he coincidido con ellos en otorgar premios en el 99% de los casos.